– Alguien dijo una vez que en el momento en que te paras a pensar si quieres a alguien, ya has dejado de quererle para siempre –dije.
– No te ofendas, pero a veces una se siente más libre de hablarle a un extraño que a la gente que conoce. ¿Por qué será?
Me encogí de hombros.
– Probablemente porque un extraño nos ve como somos, no como quiere creer que somos.
[…]
– ¿Y cómo me ves tú a mí?
– Como un misterio.
– Ese es el cumplido más raro que me han hecho nunca.
– No es un cumplido, es una amenaza.
– ¿Y eso?
– Los misterios hay que resolverlos,averiguar qué esconden.
– A lo mejor te decepcionas al ver lo que hay dentro.
– A lo mejor me sorprendo. Y tú también.
Como todas las ciudades viejas, Barcelona es una suma de ruinas. Las grandes glorias de las que se vanaglorian muchos, Palacios, factorías y monumentos, insignias con las que nos identificamos, no son más que cadáveres, reliquias de una civilización extinguida.
– ¿Es verdad que no has leído ninguno de estos libros?
– Los libros son aburridos.
– Los libros son espejos: solo se ve en ellos lo que uno ya lleva dentro - replicó Julián.
– La gente que no tiene vida siempre se tiene que meter en la de los demás –masculló Fermín–. ¿De qué estábamos hablando?
– De mi falta de redaños.
– Efectivamente. Un caso crónico. Hágame caso. Vaya a buscar a su chica, que la vida se pasa volando, especialmente la parte que vale la pena vivir. [...] Mire, el destino suele estar a la vuelta de la esquina. Como si fuese un chorizo, una furcia o un vendedor de lotería: sus tres encarnaciones más socorridas. Pero lo que no hace es visitas a domicilio. Hay que ir a por él.
– ¿Y quién va a vernos? ¿A quién le importa lo que hagamos?
– La gente siempre tiene ojos para lo que no le importa.
– Escribe –dijo.
– Tan pronto como llegue te escribiré - replicó.
– No. A mí no. Escribe libros. No cartas. Escríbelos por mí. Por ella. […]
– Y conserva tus sueños –dijo–. Nunca sabes cuándo te van a hacer falta.
Encontré a mi padre dormido en su butaca del comedor con una manta sobre las piernas y su libro favorito abierto en las manos, un ejemplar del Cándido de Voltaire que releía un par de veces cada año, el par de veces que le oía reírse de corazón. Le observé en silencio. Tenía el pelo cano, escaso, y la piel de su rostro había empezado a perder la firmeza alrededor de los pómulos. Contemplé a aquel hombre al que una vez había imaginado fuerte, casi invencible, y le vi frágil, vencido sin saberlo él. Vencidos a caso los dos. Me incliné para arroparle con aquella manta que hacía años que prometía donar a la beneficencia y le besé la frente como si quisiera protegerle así de los hilos invisibles que lo alejaban de mí, de aquel piso angosto y de mis recuerdos, como si creyera con aquel beso podría engañar el tiempo y convencerle de que pasara de largo, de que volviera otro día, otra vida.
– Es que me sabe mal verle con ese ánimo autoflagelatorio. Cualquiera diría que está usted al borde del cilicio. No ha hecho usted nada malo. Ya tiene la vida suficientes verdugos para que uno vaya haciendo doblete y ejerciendo de Torquemada con uno mismo.
– Quizá me quería, a su manera, como yo la quise a ella, a la mía. Pero no nos conocíamos. Quizá porque yo nunca la dejé conocerme, o nunca di un paso por conocerla a ella. Pasamos la vida como dos extraños que se han visto todos los días y se saludan por cortesía. Y pienso que quizá murió sin perdonarme. […] Aún no ha aprendido a mentir lo bastante bien para engañar a un hombre con el corazón podrido de miserias. […] Una vez me dijo que sentía haber sido una decepción para mí. Le pregunté qué de dónde había sacado aquella idea absurda. "De sus ojos, padre, de sus ojos", dijo. Ni una vez se me ocurrió pensar que yo había sido una decepción todavía mayor para ella. A veces nos creemos que las personas son décimos de lotería: que están ahí para hacer realidad nuestras ilusiones absurdas.
– ¿Es usted familiar suya?
Le dije que era lo más cercano a eso que el pobre hombre tenía. El médico me dijo entonces que Fortuny estaba muy enfermo, que era cuestión de meses.
– ¿Qué tiene?
– Le podría decir a usted que es el corazón, pero lo que lo mata es la soledad. Los recuerdos son peores que las balas.
Todos callamos y se esfuerzan en convencernos de que lo que hemos visto, lo que hemos hecho, lo que hemos aprendido de nosotros mismos y de los demás, es una ilusión, una pesadilla pasajera. Las guerras no tienen memoria y nadie se atreve a comprenderlas hasta que llega el momento en que no se las reconoce y regresan con otra cara y otro nombre, a devorar lo que dejaron atrás. […] La maquinaria del olvido empezó a martillear el mismo día en que se acallaron las armas. En aquellos días aprendí que nada da más miedo que un héroe que vive para contarlo, para contar lo que todos los que cayeron no podrán contar jamás. Las semanas que siguieron a la cálida de Barcelona fueron indiscriptibles. Se derramó más sangre durante aquellos días que durante los combates, sólo que en secreto y a hurtadillas. Cuando finalmente llegó La Paz, olía a esa paz que embruja las prisiones y los cementerios, una mortaja de silencio y vergüenza que se pudre sobre el alma y nunca se va. No había inocentes ni miradas blancas. Los que estuvimos allí, todos sin excepción nos llevaremos el secreto hasta la muerte.
De tanto temer, me olvidé de que me hacía mayor, de que la vida me pasaba de largo, que había sacrificado mi juventud amando a un hombre destruido, sin alma, apenas un espectro.
De todas las cosas que escribió, la que siempre he sentido más cercana es que mientas se nos recuerda, seguimos vivos.
Esta ciudad es bruja, ¿sabe usted? Se le mete a uno en la piel y le roba el alma sin que uno se dé ni cuenta.
No se ría usted, que son las personas como ella las que hacen de este perro mundo un sitio que vale la pena visitar.
– ¿Las putas?
– No. Putas lo somos todos, tarde o temprano. Yo digo la gente de buen corazón.
Siempre envía recuerdos para mí, pero sé que le perdí hace años sin remedio. Me gusta pensar que la vida nos arrebata a los amigos de la infancia porque sí, pero no siempre me lo creo.