– Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie -advirtió mi padre. Ni tu amigo Tomás. A nadie.
– ¿Ni siquiera a mamá? –inquirí yo, a media voz.
Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.
– Claro que sí –respondió cabizbajo–. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.
Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos. De niño aprendí a conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de la habitación las incidencia de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día...
– Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. […] En la tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves ha sido el mejor amigo de alguien.
En una ocasión oí comentar a un cliente habitual en la librería de mi padre que pocas cosas marcan tanto a un lector como el primer libro que realmente se abre camino hasta su corazón. Aquellas primeras imágenes, el eco de esas palabras que creemos haber dejado atrás, nos acompañan toda la vida y esculpen un palacio en nuestra memoria al que, tarde o temprano –no importan cuántos libros leamos, cuántos mundos descubramos, cuánto aprendamos u olvidemos–, vamos a regresar. Para mí, esas páginas embrujadas siempre serán las que encontré en el Cementerio de los Libros Olvidados.
– ¿Qué edad tiene el mozalbete? –inquirió Barceló, mirándome de reojo.
– Casi once años –declaré.
Barceló me sonrió, socarrón.
– O sea, diez. No te pongas años de más, sabandijilla, que ya te los pondrá la vida.
– Nunca te fíes de nadie especialmente de la gente a la que admiras. Esos son los que te pegarán las peores puñaladas.
– Jamás me había sentido atrapada, seducida y envuelta por una historia como la que narraba aquel libro –explicó–. Hasta entonces para mí las lecturas eran una obligación, una especie de multa a pagar a maestros y tutores sin saber muy bien para qué. No conocía el placer de leer, de explorar puertas que te abren el alma, de abandonarse a la imaginación, a la belleza y al misterio de la ficción y del lenguaje. Todo eso para mí nació con esa novela. ¿Has besado alguna vez a una chica? […] Es la misma sensación, esa chispa de la primera vez que no se olvida. Éste es un mundo de sombras y la magia es un bien escaso. Aquel libro me enseñó que leer podía hacerme vivir más y más intensamente, que podía devolverme la vista que había perdido. Solo por eso aquel libro que a nadie importaba cambió mi vida.
– Usted y yo no somos amigos.
– Sí lo somos, pero tú no te has dado cuenta todavía.
– Lo tiene un tal Adrián Neri. Músico. A lo mejor le suena.
– No me suena de nada, y eso es lo peor que se puede decir de un músico.
Mientras recorría túneles y túneles de libros en la penumbra, no pude evitar que me embargase una sensación de tristeza y desaliento. No podía evitar pensar que si yo, por pura casualidad, había descubierto todo un universo en un solo libro desconocido entre la infinidad de aquella necrópolis, decenas de miles más quedarían inexplorados, olvidados para siempre. Me sentí rodeado de millones de páginas abandonadas, de universos y almas sin dueño, que se hundían en un océano de oscuridad mientras el mundo que palpitaba fuera de aquellos muros perdía la memoria sin darse cuenta día tras día, sintiéndose más sabio cuanto más olvidaba.
– Ande, tenga un Sugus de limón, que lo cura todo.
– No me apetece.
– Pues se lo guarda, que nunca se sabe cuándo un Sugus le va a sacar de un apuro.
– Su amigo tiene talento, pero le falta dirección en la vida, y un poco de morro, que es lo que hace carrera –opinaba Fermín Romero de Torres–. La mente científica tiene esas cosas. [...] en esta vida lo único que sienta cátedra son los prejuicios.
– Hablaba de aquello como si no le importará, como si fuese parte de un pasado que había dejado atrás, pero esas cosas nunca se olvidan. Las palabras con que se envenena el corazón de un hijo, por mezquindad o por ignorancia, se quedan enquistadas en la memoria y tarde o temprano le queman el alma.