Un escritor nunca olvida la primera vez que acepta unas monedas o un elogio a cambio de una historia. Nunca olvida la primera vez que siente el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree que, si consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño de la literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza, un plato caliente al final del día y lo que más anhela: su nombre impreso en un miserable pedazo de papel que seguramente vivirá más que él. Un escritor está condenado a recordar ese momento, porque para entonces ya está perdido y su alma tiene precio.
– La envidia es la religión de los mediocres. Los reconforta, responde a las inquietudes que los roen por dentro, y en último término, les pudre el alma y les permite justificar su mezquindad y su codicia hasta creer que son virtudes y que las puertas del cielo solo se abrirán para los infelices como ellos, que pasan por la vida sin dejar más huella que sus trapaceros intentos de hacer de menos a los demás y de excluir, y a ser posible destruir, a quienes por el mero hecho de existir y de ser quienes sin, ponen en evidencia su pobreza de espíritu, mente y redaños. Bienaventurado aquel al que ladran los cretinos, porque su alma nunca les pertenecerá.
Unas Navidades, Sempere me hizo el mejor regalo que he recibido en toda mi vida. Era un tomo viejo, leído y vivido a fondo.
– "Grandes esperanzas, de Carlos Dickens…" –leí en la portada.
Me constaba que Sempere conocía a algunos escritores que frecuentaban su establecimiento y, por el cariño con el que manejaba aquel tomo, pensé que a lo mejor el tal tal don Carlos era uno de ellos.
– ¿Amigo suyo?
– De toda la vida. Y a partir de hoy tuyo también.
– Nunca subestimes la vanidad de un escritor, especialmente la de un escritor mediocre –replicaba yo.
Aquella misma noche subí al estudio de la torre y me senté frente a la máquina de escribir aunque sabía que estaba seco. Las ventanas estaban abiertas de par en par, pero Barcelona ya no quería contarme nada y fue incapaz de completar una sola página. Cuánto era capaz de conjurar me parecía banal y hueco. Me bastaba releerlas para comprender que mis palabras apenas valían la tinta en la que estaban impresas. Ya no era capaz de oír la música que desprende un pedazo decente de prosa. Poco a poco, como un veneno lento y placentero, las palabras de Andreas Corelli empezaron a gotear en mi pensamiento.
– No podrás perdonarme nunca.
Preferí pasar las páginas a mirarla a los ojos.
– No tengo nada que perdonar.
– Mírame, David.
Cerré el álbum e hizo lo que me pedía.
– Es mentira –dijo–. Sí que me daba cuenta. Me daba cuenta todos los días, pero creía que no tenía derecho.
– ¿Por qué?
– Porque nuestras vidas no nos pertenecen. Ni la mía, ni la de mi padre, ni la tuya...
– ¿Qué esperabas? No eres uno de ellos. No lo serás nunca. No has querido serlo, y crees que te lo van a perdonar. Te encierras en un caserón y te crees que puedes sobrevivir sin unirte al coro de monaguillos y ponerte el uniforme. Pues te equivocas, David. Te has equivocado siempre. El juego no va así. Si quieres jugar en solitario, haz las maletas y vete a algún sitio donde puedas ser el dueño de tu destino, si es que existe. Pero si te quedas aquí, más te vale apuntarte a una parroquia, a la que sea. Es así de siempre.
– Como en literatura o en cualquier acto de comunicación, lo que le confiere efectividad es la forma y no el contenido –continuó.
– ¿Quiere usted vivir?
Quise responder pero no encontré palabras. Me di cuenta de que se me hacía un nudo en la garganta y los ojos se me llenaban de lágrimas. No había comprendido hasta entonces lo mucho que ansiaba seguir respirando, seguir abriendo los ojos cada mañana y salir a la calle para pisar las piedras y ver el cielo y, sobre todo, seguir recordando.
– Yo no sé si tengo talento. Sólo sé que me gusta escribir. O, mejor dicho, que necesito escribir.
– Mentirosa.
Levantó la mirada y me miró con dureza.
– Muy bien. Tengo talento. Y me importa un comino si usted piensa que lo tengo o no.
– ¿Sabe usted lo mejor de los corazones rotos? –preguntó la bibliotecaria.
Negué.
– Que sólo pueden romperse de verdad una vez. Lo demás son rasguños.
– Quiero que me haga usted creer.
– Pensaba que éramos profesionales y no podíamos cometer el pecado de creer en nada. Sonrió, enseñando los dientes.
– Sólo se puede convertir a un pecador, nunca a un santo.
– No hace falta que se enfade. es que me falta inspiración.
– La inspiración acude cuando se pegan los codos a la mesa, el culo a la silla y se empieza a sudar. Elige un tema, una idea y exprímete el cerebro hasta que te duela. Eso se llama inspiración.
Uno de los primeros recursos propios del escritor profesional que había aprendido de mí era el arte de procrastinar. Todo veterano del oficio sabe que cualquier ocupación, desde afilar el lápiz hasta catalogar musarañas, tiene prioridad al acto de sentarse en la mesa y exprimir el cerebro. Isabella había absorbido por ósmosis esta lección fundamental y al llegar a casa, en vez de encontrarla en su escritorio, la sorprendí en la cocina afinando los últimos toques a una cena que olía y lucía como si su elaboración hubiera sido cuestión de varias horas.
Mi primer impulso había sido prenderle fuego, pero no tuve el valor. Toda mi vida había sentido que las páginas que iba dejando a mi paso eran parte de mí. La gente normal trae hijos al mundo; los novelistas traemos libros. Estamos condenados a dejarnos la vida en ellos, aunque casi nunca lo agradezcan. Estamos condenados a morir en sus páginas y a veces hasta a dejar que sean ellos quienes acaben por quitarnos la vida. Entre todas las extrañas criaturas de papel y tinta que había traído a este miserable mundo, aquella, mi ofrenda merece aria a las promesas del patrón, era sin duda la más grotesca. No había nada en aquellas páginas que mereciesen tira cosa que el fuego y, sin embargo, no dejaba de ser la sangre de mi sangre y no tenía el coraje de destruirla.
– ¿Puedo leerlo? –preguntó al fin.
– No.
– ¿Por qué no?
– Es un borrador y no tiene ni pies ni cabeza. Es un montón de ideas y notas, fragmentos sueltos. Nada que sea legible. Te aburriría.
– Igualmente me gustaría leerlo.
– ¿Por qué?
– Porque lo has escrito tú. Pedro dice siempre que la única manera de conocer realmente a un escritor es a través de conocer realmente a un escritor es a través del rastro de tinta que va dejando, que la persona que uno cree ver no es más que un personaje hueco y que la verdad se esconde siempre en la ficción.
– Es sólo un sueño –dije. – Parecería real. – A lo mejor tendrías que escribir esa historia –aventuré. – He estado dándole vueltas a eso. Y he decidido que prefiero vivir la vida, no escribirla. No se lo tome a mal.
– Estaba convencido de que se había traicionado a sí mismo y a quienes lo querían. Creía que había entregado su vida a un camino de maldad y falsedad. Mi madre pensó que eso no le hacía diferente de la mayoría de los hombres que se detienen en algún momento de su vida a mirarse al espejo. Son las alimañas mezquinas quienes siempre se sienten virtuosas y miran al resto del mundo por encima del hombro.